Augusto Silva | asidu.art
Acrílico y espátula sobre Triplex | 37x51 cm
El día tenía luz de herida,
y yo cargaba un Triplex áspero,
una espátula terca
y un acrílico que se secaba
más rápido que la esperanza en una EPS.
Pintar era respirar,
pero el aire traía historias que duelen:
una hermana muerta por papeles,
una sobrina sin madre,
un país que deja caer a los suyos
como hojas secas sin árbol.
Entonces el sombrero blanco apareció.
No lo busqué.
Me eligió.
Se paró en el centro del cuadro
como testigo silencioso,
como un faro que observa la injusticia
desde el borde mismo del paisaje.
Porque en Colombia el arte también protesta,
aunque no grite.
Aunque solo sea un manchón,
una espátula,
un borde blanco mirando al horizonte.
🎧 Activa el sonido para escuchar la crónica:
El día comenzó con una frase cualquiera, lanzada al aire como quien habla del clima:
—Ojalá ganemos, me dijeron.
Yo respondí rápido:
—No lo voy a ver, tengo clase.
Y pensé: uno de los motivos por los que me separé fue el fútbol… y hoy lo cambiaba por un taller de arte.
La vida es irónica: nos quita obsesiones para devolvernos caminos.
Curioso, solté una pregunta:
—¿Es su hija?
—No, una sobrina. Voy a la clínica a sacar unos papeles. La mamá se murió la semana pasada, mi hermana.
El acento costeño traía dolor.
—Le mamaron gallo con unos procedimientos, no los quisieron hacer las EPS… y mira, se fue. Tan joven.
Solté un torpe:
—Lo siento…
Ella me miró y preguntó:
—¿Y usted qué siente?
Respondí lo único real:
—La muerte no respeta edad, ni color, ni raza. Y no avisa cuando llega.
—Muchos cafres en ese sistema de salud. ¿A quién le importa?
No quise cargar la rabia. Me dije a mí mismo:
No me van a dañar la clase. Presente. Respira. Esto no es mío.
Pero ese testimonio quedó adentro, como una espina.
Más tarde, sin saberlo, se convertiría en parte del cuadro.
El celador me recibió como si la casa fuera un cuartel:
—Muy buenas tardes, señor.
—Buenas tardes, bacán —respondí—. Vengo al taller del Banco de la República… Taxonomías del paisaje, creo.
Él insistió en su tono militar:
—Aquí nadie me ha informado cambios.
Yo solo pensaba: déjeme entrar, quiero gozarme la clase.
De pronto preguntó:
—¿Usted es el maestro?
Me reí por dentro: ya era el segundo del día que me confundía con artista.
—No, vengo a hacer el taller.
—Siga, señor.
Antes de avanzar pedí permiso para tomar fotos.
—Orden afirmativa, señor.
Y entré.
Caminé de sur a norte de la casa.
Muchísima luz.
Demasiada.
El oriente quemaba el encuadre, así que decidí empezar al contrario.
La casa blanca, las columnas, las plantas…
La sombra clara.
El ojo ya estaba pintando antes de que yo tocara el material.
El Triplex y la batalla técnica
El Triplex: material duro, absorbente, sin perdón.
El acrílico: secado en segundos.
La espátula: aliada y enemiga.
Mis pensamientos eran una lluvia técnica:
“Blanco saca, oscuro adentra.”
“No pierda el color base.”
“No use pincel para la luz.”
“La piedra tiene hongo blanco, ¿cómo separo el tronco?”
“No traje caballete, pierdo perspectiva.”
“Zancudos… toca citronela.”
“La gama de verdes no se puede ahora.”
“El fondo claro, el primer plano más oscuro.”
“El sombrero… ¿por qué elijo un sombrero blanco como protagonista?”
Pero así fue.
El sombrero pidió la escena.
Y yo se la di.
El maestro llegó, miró la obra y dijo lo que tenía que decir.
Elogio:
—La textura espatulada de la piedra está buena.
Crítica:
—Los verdes del fondo y del frente deben ser distintos.
Yo:
—Sí, lo sé…
(pero el acrílico se seca muy rápido, el aire libre no perdona, y no tuve tiempo para mezclar gamas.)
No me excusé más.
El maestro remató:
—Haga gama de colores.
—Sí, señor —respondí.
Humildad y aprendizaje: también eso es pintura.
El cuadro del sombrero no nació inocente.
Aunque en ese momento yo intentaba no cargar la historia de la señora, ni la rabia por la muerte injusta, ni la ironía del fútbol, ni la frialdad del celador… todo entró en la obra.
El país entra aunque uno no lo invite.
Lo que empezó siendo un ejercicio de luz, sombra y espátula, terminó convertiéndose en una crítica silenciosa:
un sombrero blanco que observa un paisaje donde las EPS dejan morir gente joven, donde la salud es negocio, donde la vida vale menos que un trámite.
Y así, la obra encontró su verdad.
Ese día comprendí algo profundo:
El arte no se hace para huir del mundo, sino para revelar lo que el mundo calla.
En medio del caos de colores, la lucha con el acrílico, la elección intuitiva del sombrero y la espátula peleando con el Triplex… surgió una dualidad:
la belleza del acto creativo
y
la herida de una sociedad que se deja morir.
Solo quien ve ambas puede pintar desde la verdad.
Solo quien rompe el espejo descubre su semilla.
Asidu.art / Augusto Silva
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